abril 25, 2007

Armarios

En nuestra nueva casa, tenemos la suerte de disponer de un dormitorio enorme, con tres grandes armarios empotrados. Como era de esperar, el reparto no es salomónico: uno para mí, dos para ella.

- Es que yo tengo mucha más ropa

Sí, desde luego. Indiscutible.

Incluso se ha adueñado de una parte de mi armario, un zapatero, donde es cierto que no cabe mi frankensteniano calzado, todo hay que decirlo, pero no deja de ser una presencia extraña, una invasión dentro del sagrado recinto que es el armario personal de cada uno. Yo lo llamo el Peñón de Gibraltar, y confío en recuperar algún día su soberanía.

En mi armario la ropa está ordenada sin ningún misterio: de la barra cuelgan a un lado camisas y alguna chaqueta, del otro los pantalones. Debajo, sobre la balda, tengo dispuestos tres montones: jerséis, camisetas y varios (prendas que no se incluyen en ninguna de las categorías anteriores). Luego, en un cajón calzoncillos y calcetines, otro para pijamas, y un último con inclasificables (guantes, gorras, bañadores, etc.). Si se quiere extraer o insertar alguna prenda, la operación resulta extremadamente sencilla, pues todas las opciones disponibles están nítidamente a la vista. Tan simple y directo como buscar una palabra en el diccionario.

Bien, pasemos al otro sector. Los armarios de mi mujer me resultan inabordables. Sé que ella lo considera todo perfectamente ordenado, pero para mí son una especie de enigma esotérico, de arcano indescifrable. Si le voy a colgar un pantalón, resulta que no los tiene colgados en perchas, como es lógico, sino apilados en un montón. Si le voy a guardar un jersey, encuentro no menos de cinco montones de jerséis, y como no soy capaz de adivinar qué criterio sigue para asignar cada uno a su correspondiente montón, no tengo ni idea de dónde depositarlo. Lo mismo con las camisetas.

- ¿Dónde te pongo esta camiseta?

- Ahí, donde las camisetas, ¿no las ves?

- Sí, veo cuatro pilas de camisetas, ¿dónde la pongo?

- Déjala ahí, que ya la coloco yo.

- Vale.

Sospecho que si tuviéramos una casa el doble de grande, proporcionalmente con seis armarios en lugar de tres, yo seguiría teniendo suficiente con el mío y ella ocuparía los otros cinco. Más el Peñón, claro.

abril 20, 2007

¿Qué tendrá el éxito?

En el blog que escribió Javier Pérez de Albéniz durante la última gira de Bruce Springsteen en España, me encontré con esta frase:

“El que toca en banjo subió a dos chicas a su habitación.”

Se refiere al que toca el banjo en la Seeger Sessions Band, claro. Un tipo llamado Greg Liszt, no sé si emparentado con el gran compositor, eso sí, no muy agraciado físicamente, como se puede ver en esta foto. Sin embargo, estoy seguro de que el amigo Liszt no tuvo que hacer el menor esfuerzo para subirse a las dos chavalas a la habitación. Un guiño, una sonrisa, un simple “¿Queréis subir a tomar algo?”, y a divertirse. Y el tipo tendrá a su disposición semejante chollo siempre que quiera, en todas las noches de concierto, en todos los hoteles por los que pase la banda…

Imagino que las dos tías que el Litz se subió a la habitación lo que querían era ver a Bruce. Bueno, lo que realmente querrían sería que Bruce las subiera a ellas a su habitación, pero claro, eso es algo inaccesible para los mortales. Así que verían por allí al Greg y se conformarían con alguien que puede mostrar salpicaduras del sudor de Bruce sobre su ropa. Más que suficiente.

Lo que verdaderamente me sorprende en todo esto es la atracción que los creadores parecen ejercer sobre las mujeres, sea cual sea el campo artístico en que militan. Y no me refiero sólo a las superestrellas del rock. Modestamente, puedo narrar un amago de experiencia similar vivida en mis propias carnes.

Fue en Barcelona, en una ocasión en que ingenuamente me disponía a presentar un manuscrito para un concurso literario. Y digo ingenuamente porque luego, alguien que conoce bien estos tinglados me comentó que es inútil presentarse a esas convocatorias, que el 90% de los premios están concedidos de antemano. En fin, ingenuo de mí…

Antes de entregarlo, fui a uno de esos workcenters para fotocopiar las 80 páginas del relato. La dependienta era una argentina un poco torpe manejando las máquinas, pero que estaba bastante buena. En cuanto vio el título en la portada y algunas frases sueltas empezó a hablarme de la India, a contarme sus proyectos de viajar allí, a explicarme (como si yo le hubiera pedido explicaciones) que su trabajo en aquel sitio era temporal porque en dos meses se largaría... Yo estaba un poco nervioso porque se había hecho tarde y se acercaba el final del plazo de entrega, y le contestaba a todo “Sí, sí, qué bien”.

Entonces llegó al mostrador una clienta, aún más imponente que la dependienta. Por alguna razón me recordó a las esculturas de los templos de Khajuraho, tenía un cierto aire insinuante y lánguido por el estilo. Ya digo que la argentina no era muy ducha en su empleo; Iba haciendo las copias por montoncitos, y los iba dejando encima del mostrador según los terminaba. La clienta los ve, y me pregunta con tono sugerente, voz acaramelada:

- ¿Eres escritor?

Y yo:

- No, qué va. (glups!)

Ella insiste:

- ¿Vas a publicar un libro?

Y yo:

- No, no, es para presentarlo a un concurso.

- Aahh, qué interesante.

- Sí (doble glups!)

No recuerdo muy bien qué pasó a continuación, creo que a ella le sonó el móvil, o entró un grupo grande de gente en la tienda, o algo así. El caso es que ella se alejó un poco, la argentina terminó de hacer las copias, pagué, cogí el taco de hojas y salí pitando, porque veía que no llegaba a tiempo.

Aún le dije adiós a la la cortesana khajurahense, me contestó con una sonrisa:

- Suerte.

- Gracias.

abril 19, 2007

Braguitas

¿Por qué muchas mujeres llaman “braguitas” a las bragas? ¿A cuento de qué ese diminutivo?

Es como si los hombres dijéramos “calzoncillitos”, o “calcetinitos”.

- Es que se refieren a una cosa íntima, personal.

- Aaahhh… Sin embargo, no dicen “sujetadorcito”.

- No, eso no.

- Qué curioso.

- Pues sí.

abril 18, 2007

La miradita

Estoy seguro que a todo varón le ha sucedido esto alguna vez.

Estás en el metro, en el autobús, en un bar, en un concierto, en cualquier lado. Te fijas en alguna mujer que te llama la atención. Te la quedas mirando con más o menos descaro.

De alguna forma, tal vez tienen un tercer ojo del que carecemos los hombres, se da cuenta de que la estás mirando.

Entonces llega la miradita: desvía los ojos hacia ti durante exactamente una fracción de segundo. No más tiempo. Suficiente para lanzarte el mensaje “Sé que me estás mirando”.

Desde ese momento, la frugal relación que hay entre tú y ella cambia. Normalmente sigue haciendo lo mismo que antes de lanzarte la miradita: leyendo, o mirando por la ventanilla, o escuchando música en el iPod, o charlando con alguien…

Pero algún mínimo gesto -una mueca, un movimiento ladeando la cabeza- delata que es consciente de que la estás observando. Que está actuando para ti. Representando el papel de mujer deseada.

¿O no? No sé, igual son invenciones mías.

abril 16, 2007

Papeles cambiados

En el trayecto en autobús hacia casa, tengo vista varias veces a una pareja, un matrimonio de sexagenarios, con los roles claramente cambiados.

Me explico.

Él condensa la versión más chafardera y casposa de la maruja. Habla sin descanso mientras ella atiende vagamente sin mirarle, ofreciéndole una oreja de perfil mientras mira por la ventana. A veces gira un poco la cabeza y asiente, o hace una breve pregunta aclaratoria en mitad de sus peroratas, y supongo que otras veces desconecta por completo del runrún y ni siquiera escucha.

Pero lo más asombroso son los temas de los monólogos del fulano, y ahí es donde me atrevo a calificarle sin pudor de maruja. Se dedica a reproducir conversaciones completas, citando literalmente las frases de las dos partes, como si estuviera leyendo los diálogos de una obra de teatro.

“…Y dice Concha “¿Por qué no arreglamos de una vez el aparador?”, pero dice Miguel “¿Para qué lo vamos a arreglar, si tenemos encima la gotera cada vez que llueve?”, y ella dice “Eso es cosa del presidente de la comunidad, que no quiere dar la autorización para hacer la obra”, y dice Miguel “Pero Concha, ¿cómo no va a querer dar la autorización? Lo que pasa es que hay que aprobar una derrama entre todos los vecinos cuando hagan la junta de la comunidad”, y dice ella…”.

El tipo habla con un tonillo un tanto desganado, cansino, como si diera por descontado que su mujer en realidad ya sabe (o debería saber) todo lo que cuenta. Entre líneas se percibe a veces una punzada de mala leche, una acritud que borra su presunta neutralidad, como si en el fondo desaprobara todo lo que cuenta.

Alguna vez he estado tentado de acercarme a la pareja y preguntarle a la señora: ¿Pero cómo soporta usted a este pelmazo?

abril 13, 2007

“Ya estoooooy”

Cuando vamos a salir de casa, utilizo siempre la misma estrategia: me visto en un periquete y me tiro en el sofá a esperar hasta que esté lista.

Ella tarda un promedio de unos 15 a 20 minutos en arreglarse, con lo cual creo que se la puede considerar relativamente rápida. Yo aprovecho la espera para zapear, ver el periódico, completar un sudoku o lo que se tercie. Reconozco que es una pausa agradable: nadie me disputa la posesión del mando a distancia.

Después de un rato, por fin dice:

- Ya estooooyy.

Y me levanto dispuesto a salir. Pero entonces siempre aparece un:

- Ay, esta chaqueta no me queda bien. ¿Qué me pongo?

O un:

- Espera, que me voy a cambiar estos pendientes.

O un:

- ¿Has visto mi Abono Transportes? No sé donde lo he dejado.

O un:

- Sólo me falta peinarme y pintarme.

¿Sólo? ¡Eso supone al menos diez minutos más! ¿Entonces por qué dice que ya está?

En ese momento, yo tengo dos opciones: o me vuelvo al sofá a esperar que esté definitivamente lista, o espero junto a la puerta del baño o en la habitación. Esta opción es poco recomendable, porque me impaciento, se pone más nerviosa, me pongo nervioso yo también y acabamos peleando.

Entonces lo que hago es decirle:

- Cuando estés llamando al ascensor, me avisas.

Recalco con firmeza “ascensor”, para que quede bien claro que sólo me levantaré del sofá cuando ella esté ya fuera de la casa, con un pie en la calle.

- Ay, sí hijo, qué impaciente.

(Impaciente!)

Más de una vez, estando por fin en la calle, aún hemos tenido que subir a casa porque se le había olvidado algo.

abril 12, 2007

El canalillo

Siempre me ha llamado la atención cuando una mujer viste una prenda escotada y luego se tapa pudorosamente el canalillo. Pero vamos a ver una cosa: si no quiere que se le vean las tetas, ¿para qué se pone algo que las enseña? No lo entiendo. Para eso que se ponga un jersey de cuello alto, digo yo.

Ahora se ve otra versión, con la moda de los pantalones caídos de los que sobresalen los tangas o las braguitas: la de ponerse la mano para taparse la hucha, cuando se sientan o cuando suben una escalera. Pues lo mismo digo: un buen cinturón, y se evitarían eso de estar continuamente echando la mano a la rabadilla.

Sospecho que tanto tapo-enseño-tapo-enseño tiene algo que ver con mostrar sus atributos como, donde, cuando y ante quienes ellas eligen.